Mientras comía con mi familia en un restaurante el pasado fin de semana, no pude menos que observar a los ocupantes de una mesa cercana. Dos jóvenes parejas comían con cuatro de sus retoños, dos niños y dos niñas que se afanaban cada uno con sus maquinitas haciendo caso omiso de las quejas de sus progenitores para que acabaran su comida. Llegaron los postres y comenzó la sobremesa, con animada charla de los padres y concentrado aporreo digital de los chavales en sus respectivas Nintendo.
Lo que me sorprendió no es que a los niños les gustase jugar con sus consolas; de hecho yo tengo una con la que paso ratos muy divertidos y soy una fanática de todo lo que tenga que ver con las nuevas tecnologías. Pero sí me hizo recordar lo poco que yo habría aguantado sentada en una mesa esperando a que los “mayores” terminaran de comer. Yo habría estado deseando salir a correr al estupendo parque infantil con que contaba el restaurante, y más cuando tenía a mi lado tres niños de mi edad…
Y recordando, recordando, vinieron a mi mente aquellos juegos con los que disfrutábamos en nuestra niñez…. Algunos brutos de verdad, como el burro, en el que no sé cómo no nos partíamos la espalda, o el látigo, en el que podías salir despedido y darte de “morros” con la pared más cercana, o el clavo, con el que siempre corrías el riesgo de atravesarte el pie…
Otros atemporales, como el escondite (“ronda, ronda, el que no se haya escondido que se esconda…”) o su variante inglesa (“un, dos, tres, al escondite inglés, sin mover las manos ni los pies”).
Los había competitivos, como el pañuelo, o el rescate. Otros tan simples que no entiendo cómo podíamos pasarnos horas jugando: la zapatilla por detrás, el pase misí…
Recuerdo todavía las rodillas y manos renegridas después de una buena carrera de chapas, y el tintineo de las canicas en mis bolsillos. La cantidad de tiempo que pasábamos cambiando cromos (“nole, sile…”) o jugando con recortables.
Los primeros besos robados en el juego de las prendas, y los ratos muertos en el coche con el veo, veo (“¿qué ves?”).
Una pelota era diversión asegurada para toda la tarde –siempre que el dueño no se enfadara y se la llevara a casa-, y podíamos pasar horas y horas brincando con una comba o una goma, o empujando una piedra con el pie a la pata coja en una rayuela dibujada con tiza en el suelo.
…y me dan ganas de salir al parque infantil del restaurante y gritar “¿Churro, media manga o manga entera?”.